lunes, 31 de enero de 2011

¿Qué es la política criminal?

Del mismo modo que podemos hablar de la política sanitaria de un Gobierno para referirnos a las medidas que éste puede adoptar para rebajar las listas de espera en los hospitales o incluir la operación de miopía en la Sanidad pública, se podrían citar sus políticas agrarias, medioambientales, económicas, culturales, tributarias o de defensa, por citar tan solo algunos de sus ámbitos de actuación. En ese contexto, los poderes públicos van a tener que establecer una estrategia para hacer frente a la criminalidad, controlar las acciones delictivas, disminuyéndolas hasta niveles tolerables; solucionar los conflictos que plantean estos hechos y prevenir la delincuencia. A esa disciplina se le denomina política criminal. Tuvo su origen en Italia a finales del siglo XVIII, cuando autores como Cesare Bonasana (marqués de Beccaria) publicó su Tratado de los delitos y de las penas, en 1764; pero se desarrolló en Alemania gracias a los estudios de algunos prestigiosos penalistas –como Gallus Aloys Kleinschrod, Anselm von Feuerbach, Hermann Wilhelm Henke o Carl Joseph Mittermaier– que coincidieron, a pesar de sus notables diferencias doctrinales, en concebir la política criminal como una disciplina que podía comprenderse al margen del Derecho Penal; un “conocimiento auxiliar".

El profesor Borja Jiménez nos da dos definiciones: en un sentido político sería “aquel conjunto de medidas y criterios de carácter jurídico, social, educativo, económico y de índole similar, establecidos por los poderes públicos para prevenir y reaccionar frente al fenómeno criminal, con el fin de mantener bajo límites tolerables los índices de criminalidad en una determinada sociedad”; y, como disciplina –que no ciencia– la concibe como “aquel sector del conocimiento que tiene como objeto el estudio del conjunto de medidas, criterios y argumentos que emplean los poderes públicos para prevenir y reaccionar frente al fenómeno criminal” [BORJA JIMÉNEZ, E. Curso de política criminal. Valencia: Tirant. 2003, pp. 22 y 23].

domingo, 30 de enero de 2011

La tanda de penaltis se creó en Cádiz

El reglamento internacional para jugar al fútbol –que, hablando en propiedad, se denomina Reglas de juego FIFA– establece diecisiete reglas (desde el terreno de juego hasta el saque de esquina) y una serie de procedimientos entre los que se establece (regla 10) que si el reglamento de la competición exige que haya un equipo ganador después de un partido empatado o una eliminatoria que finaliza en empate, se permitirán únicamente los siguientes procedimientos para determinar el vencedor: 1) Regla de goles marcados fuera de casa; 2) Tiempo suplementario [la prórroga]; y 3) Tiros desde el punto de penalti [que se ejecutarán una vez terminado el partido y, a menos que se estipule algo diferente, se aplicarán las Reglas de Juego correspondientes].

Hasta que se inventó el lanzamiento de la tanda de penaltis, las finales de los torneos de fútbol se podían eternizar con una prórroga tras otra, esperando que un gol deshiciera el empate, o resolver con soluciones menos justas, como lanzar una moneda al aire y confiar en el azar.

La idea de que cada equipo tirase cinco lanzamientos de desempate se le ocurrió al periodista gaditano Rafael Ballester Sierra durante la final de la VIII edición del Trofeo Ramón de Carranza (uno de los más prestigiosos que se celebran en España cada verano). Ocurrió en Cádiz, en 1962, cuando el Barcelona y el Zaragoza empataron a 0-0, al terminar los 90 minutos, y 1-1, al acabar la prórroga. Ballester propuso al árbitro y a los capitanes de ambos equipos la solución de los cinco disparos a puerta y, desde entonces, esta es la regla habitual en todo el mundo, tal y como figura en los reglamentos de la FIFA y la UEFA; con la única salvedad de que aquella primera tanda de penaltis que se lanzó en Cádiz fueron consecutivos (cada equipo tiró cinco veces a portería de una sola vez) y ahora son alternativos.

sábado, 29 de enero de 2011

El dilema legal de Protágoras

Si tenemos que pagar los honorarios de los abogados, la minuta de los procuradores y las costas del proceso se lo debemos a Grecia. Fue allí donde la abogacía alcanzó su verdadera entidad y el status de profesión cuando los sofistas distinguieron entre las leyes de la naturaleza (physis) y las que regulaban las relaciones de los hombres (nomoi). Esa ruptura entre normas naturales y convencionales hizo necesaria la aparición de los primeros abogados.

Habitualmente, los griegos celebraban los juicios al aire libre –en la colina de Ares (el dios Marte de los romanos)– porque pensaban que no se podía impartir justicia si el juez y el acusado permanecían bajo un mismo techo. Fue en aquellas sesiones cuando los ciudadanos empezaron a resolver sus diferencias en el Areópago acompañados de un experto en oratoria que se encargaba de convencer al juez de su inocencia. A cambio, los oradores solían conformarse con algún favor político hasta que uno de ellos, llamado Antisoaes, puso precio a la asistencia jurídica y cobró en efectivo por primera vez. Lógicamente, la costumbre se extendió al resto de los abogados y, desde entonces, pagar los honorarios se convirtió en una práctica habitual dando lugar a situaciones tan curiosas como el dilema que se le planteó a Protágoras.

Se dice que en el siglo V a. C, Protágoras daba clases de retórica a Euathlos, un joven que quería ser abogado. A cambio de sus lecciones, el alumno se comprometió a pagarle las clases con los honorarios que recibiera cuando ganara su primer juicio; sin embargo, fue pasando el tiempo y, como el muchacho no llegaba a ejercer, Protágoras decidió demandarlo no sólo para cobrar su sueldo sino también para mantener a salvo su reputación en Atenas.

El planteamiento del maestro fue muy sencillo: si ganaba el juicio, Euathlos tendría que abonarle las clases de retórica porque le obligaría la sentencia y si, en caso contrario, perdía, sería porque, lógicamente, el alumno habría ganado su primer juicio y, por lo tanto, debería saldar su deuda con él. En cualquier caso, ganaba. Pero el alumno debió aprender muy bien aquellas lecciones que aún tenía sin pagar y preparó una magnífica defensa: si perdía el juicio, no tendría que dar nada a su maestro porque no se habría cumplido la condición que pactaron –ganar su primer pleito– y si, por el contrario, ganaba el caso, tampoco debería abonar las clases porque eso querría decir que el tribunal le habría dado la razón a él y que la sentencia reconocería su planteamiento. En cualquiera de los casos, ganaba. ¿Cuál es la solución?

El rompecabezas sobre cuál de los dos abogados tenía razón continúa abierto hoy en día, casi dos mil quinientos años después, con filósofos y juristas que defienden una u otra postura; así que todavía se admite cualquier planteamiento. Al fin y al cabo, como dijo el propio Protágoras: un abogado puede convertir los argumentos más débiles en sólidos y fuertes.

jueves, 27 de enero de 2011

Los derechos ARCO

Al regular el derecho de información en la recogida de datos, el Art. 5.1.d) de la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal, dispone que: Los interesados a los que se soliciten datos personales deberán ser previamente informados de modo expreso, preciso e inequívoco (...) De la posibilidad de ejercitar los derechos de acceso, rectificación, cancelación y oposición. Con el acrónimo ARCO –formado por la primera letra de acceso, rectificación, cancelación y oposición– se conoce habitualmente a los cuatro derechos que podemos ejercer, como usuarios, según la normativa de protección de datos [Arts. 15 y siguientes de la mencionada LOPD]: 

· Acceso: el interesado tiene derecho a solicitar y obtener gratuitamente información de sus datos de carácter personal sometidos a tratamiento, su origen y en qué comunicaciones se han utilizado.
· Rectificación: el responsable del tratamiento tendrá la obligación de hacer efectivo el derecho que tiene el interesado de rectificar sus datos en el plazo de 10 días.
· Cancelación: se ejercita en iguales términos que el anterior. La cancelación dará lugar al bloqueo de los datos, conservándose únicamente a disposición de las administraciones públicas, jueces y tribunales, para la atención de posibles responsabilidades
· Oposición: se diferencia del anterior en que el interesado no quiere que se cancelen sus datos pero tampoco desea estar recibiendo promociones continuamente solo porque una vez comprase algo o pidiera alguna información; es decir, la idea sería conserva mis datos, pero no me atosigues.

miércoles, 26 de enero de 2011

Del homicidio y otros más de 30 "-cidios"

La palabra homicidio procede del latín homicidium; término formado por homi- (hombre) y el sufijo –cidio (acción de matar) que deriva de -cidĭum, raíz del verbo caedĕre (matar). A partir de esa voz, nuestro idioma ha ido construyendo otras palabras con el mismo elemento compositivo y aunque forman parte de nuestra lengua, no todas han llegado a tipificarse penalmente como delito. Partiendo de las definiciones que podemos consultar en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua y en otras fuentes documentales, podemos hablar de:

Aporocidioa partir del neologismo "aporofobia", acuñado por la filósofa Adela Cortina, en una columna de opinión que publicó en 1995, se podría hablar de la muerte causada al pobre, al sin recursos, al desamparado.


Autocidio: suicida que utiliza un vehículo para quitarse la vida provocando un accidente de tráfico o para inhalar los gases del combustible.


Avunculicidio: acción y efecto de dar muerte a un tío por parte de su sobrino; en sentido contrario sería un neopoticidio.
Biocidio: según el Art. 11 de la "Declaración Universal de los Derechos de los Animales": Todo acto que implique la muerte de un animal sin necesidad es un biocidio, es decir, un crimen contra la vida. Incluso comienza a emplearse el curioso neologismo de la "biolencia".


Bulicidio: suicidio de aquella persona que estaba sufriendo un acoso (bullying) con el objetivo de poner fin a ese hostigamiento.
Cliocidio: muerte de la Historia para acabar con las señas de identidad de un pueblo [por ejemplo: cuando los talibanes dinamitaron los Budas de Bamiyán (Afganistán), en 2001, o el autodenominado Estado Islámico destruyó las ruinas asirias de Nimrud (Iraq) en 2015]. Este neologismo -que ya lo utilizó el periodista ruso Guennadi Ivanóvich Guerasimov, en un artículo que publicó en una revista de la UNESCO en 1986- suele asociarse, hoy en día, con la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado.


Conyugicidio: muerte causada por uno de los cónyuges al otro
Deicidio: crimen de los que dieron muerte a Jesucristo (en la imagen superior: Roberto Ferri | Vía Crucis (1978).


Democidio: asesinato de cualquier persona o personas por parte de un gobierno, incluyendo genocidio, asesinatos políticos [o politicidios] y asesinatos masivos.


Feticidio: acción y efecto de dar muerte a un feto.


Filicidio: muerte dada por un padre o una madre a su propio hijo.
Fratricidio: muerte dada por alguien a su propio hermano.


Genocidio: exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad. En el caso concreto de la raza suele hablarse de etnocidio.
Gerontocidio: muerte dada violentamente a una persona de mucha edad.


Infanticidio: muerte dada violentamente a un niño de corta edad (algunos autores dicen que sólo se aplicaría a los bebés recién nacidos).
Liberticidio: conducta que mata o destruye la libertad.


Magnicidio: muerte violenta dada a persona muy importante por su cargo o poder.


Mariticidio: muerte dada violentamente por una mujer a su marido, novio o pareja masculina.


• Matricidio: acción de matar a la propia madre.
• Narcocidio: se aplicaría los homicidios vinculados con el narcotráfico o la producción y distribución de sustancias estupefacientes.
Neonaticidio: sería una especialidad del filicidio, cuando se mata a un recién nacido (neonato).
Parricidio: muerte dada a un pariente próximo, especialmente al padre o la madre.
• Prolicidio: muerte dada por alguien a su linaje, los hijos o la propia descendencia.


Regicidio: muerte violenta dada al monarca, su consorte, el príncipe heredero o el regente.
• Socicidio: en la segunda mitad del siglo XX, se denominó así a los delitos que cometían los anarquistas con explosivos sobre la masa social.
Socracidio: muerte dada por alguien a su suegra.
Soricidio: muerte dada por alguien a su propia hermana.


Suicidio: acción y efecto de quitarse voluntariamente la vida (suicidarse);


Tiranicidio: muerte dada a un tirano; y


Urbicidio: en línea con el cliocidio, se refiere a la acción de acabar con una ciudad. Lo utilizó por primera vez el escritor Michael Moorcock, en los años 60, en sus libros sobre el personaje Elric de Melniboné, rey de las ruinas, y lo popularizó Martin Coward en 2008 en su obra Urbicide (para referirse a aquellas localidades que son arrasadas durante un conflicto armado con el fin de que sus habitantes no puedan regresar más que a unas ruinas. Es lo que sucedió, en distintas épocas, con Stalingrado, Sarajevo, Grozni, Beirut o, ahora, en Alepo); y


Uxoricidio: muerte que causa el marido a su mujer.


Desgraciadamente, los crímenes de Ciudad Juárez (México) han puesto de actualidad la regulación de los neologismos femicidio, feminicidio y genericidio, para referirse a la forma extrema de violencia hacia las mujeres; asimismo, otro término de nuevo cuño que también procede de Italia e Iberoamérica es el de ecocidio, en relación a los delitos que se producen contra el medio ambiente.

Como curiosidad, la Clasificación Internacional de Delitos con Fines Estadísticos [en inglés: International Classification of Crime for Statistical Purposes (ICCS)] sólo se refiere a cinco de estos "-cidios"; tres en categorías de nivel 1 [suicidio, feticido y homicidio] y dentro de este último, en la subcategoría de homicidio intencional (nivel 0101) encontramos feminicidio e infanticidio (además del asesinato).

Ahora, por alusiones, la pregunta es bien sencilla: ¿y de dónde procede el término asesinato? Es una buena historia que se remonta a los tiempos de las Cruzadas y que veremos en otro in albis.

NB: El Diccionario de la RAE define el estilicidio como el acto de caer gota a gota un líquido. Aunque no se trata de ninguna modalidad de crimen, sí que tiene vinculación con la criminología ya que, hasta bien entrado el siglo XX se creía que las heridas de un cadáver podían sangrar ante la presencia de su asesino [LÓPEZ MUÑOZ, F. y PÉREZ FERNÁNDEZ, F. El vuelo de Clavileño. Madrid: Delta, 2017, p. 1].

NB 2: en su "Cursillo de Criminología y Derecho Penal" [Ciudad Trujillo: Montalvo, 1940, p. 68], Constancio Bernaldo de Quirós, nos recuerda la existencia de una de las figuras delictivas que se castigaba de forma más severa en la Antigua Roma: el "buccidium”, es decir la muerte del buey de labor. Al matador, en efecto se le condenaba, no sólo a la muerte, sino a la consagración a los dioses infernales.

martes, 25 de enero de 2011

El lunfardo: dialecto de ladrones

A mediados del siglo XIX, los delincuentes de algunas ciudades de Argentina y Uruguay situadas junto al Río de la Plata -especialmente, en los arrabales de Buenos Aires- crearon una jerga que mezclaba algunas palabras que llevaron los inmigrantes europeos (en italiano, occitano, francés, inglés, etc.) con otras de origen guaraní, mapuche y quechua que dio lugar a una curiosa forma de expresión con la que pretendían evitar a los botones o chafos (policías). Así nació el argot propio de los lunfardos (maleantes) que, con el tiempo, acabó extendiéndose al habla cotidiana -con palabras como afanar (robar), cantar (confesar), balandra (delincuente), batir (delatar), malandrín (delincuente), atorrante (sinvergüenza), palmar (morir), curda (borrachera), chaira (afilador), coco (cabeza) o dar la boleta (matar)- gracias a las populares letras del tango que -como aquél modo de hablar- surgió hacia 1870 entre las gentes del malevaje (mal vivir).

Su primer vocabulario se publicó en 1878 en el periódico La Prensa, bajo el título El dialecto de los ladrones y, actualmente, cuenta con su propia Academia Porteña del Lunfardo para que no se pierda ese legado cultural que, hoy en día, es un lenguaje coloquial en las calles bonaerenses: el lunfardismo.

Al parecer, el término lunfardo procede del gentilicio lombardo (de Lombardia) con el que los inmigrantes italianos que llegaron a Sudamérica denominaban, despectivamente, a los ladrones y matones. A su lado, surgió otra curiosa modalidad, el llamado vesre, con el que se hablaba al revés, alternando el orden habitual de las sílabas, de forma que el tango pasó a ser el gotán.

Este curioso vocabulario ha logrado sobrevivir más de cien años porque -como dice la letra del Cambalache- (...) siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos (...) y el que no llora no mama y el que no afana es un gil.

domingo, 23 de enero de 2011

Del "Libro Verde" al "Libro Blanco"

En la eurojerga comunitaria es muy habitual oír hablar de libros verdes y blancos; por ejemplo, el Libro verde de la energía o el Libro blanco de la Gobernanza Europea. Pero, ¿por qué se llaman así y en qué se diferencian? Por lo pronto, para no perdernos en el argot de la Unión Europea, vamos a prescindir de los Libros Rosas (Pink book) que publica la Dirección General de Empresa e Industria (de la Comisión Europea) como herramienta de información para organizar, por sectores, toda la legislación de su competencia.

Los Libros Verdes (Green papers) son documentos que la Comisión Europea publica con el objetivo de estimular una reflexión sobre un tema en concreto. Para redactarlos, se invita a las partes interesadas (tanto organismos como particulares) a que participen en un proceso de consulta y debate sobre una serie de propuestas. Si de este proceso surge un desarrollo legislativo, el Libro Verde -más genérico- suele convertirse en un Libro Blanco -más concreto y con la participación de otros colectivos (empresarios, administraciones de los Estados miembros, colectivos profesionales, etc.)-; en todo caso, ninguno de los dos libros es vinculante aunque suelen indicar la estrategia que acabará conduciendo a alguna norma comunitaria.

Por su parte, los Libros Blancos (White papers) de la Comisión contienen propuestas de acción comunitaria en un campo específico. Si el Consejo lo da por válido marcará la política comunitaria en ese ámbito. Como curiosidad, la eurojerga tomó prestado este nombre del Reino Unido, donde -desde los años 40 del siglo XX- se denomina Libro Blanco a los documentos del Gobierno de Londres donde se expone su política sobre un determinado asunto.

sábado, 22 de enero de 2011

Don Bártolo, el pedante picapleitos

Las bodas de Fígaro, de W. A. Mozart, es una de las mejores óperas de todos los tiempos; se estrenó –con poco éxito, por cierto– el 1 de mayo de 1786 en Viena y entre los personajes que dan vida a este divertido enredo –basado en la obra de Beaumarchais y, paradojas de la vida, continuación argumental de El barbero de Sevilla, compuesto por Gioacchino Rossini unos veinte años más tarde– figura el tutor de Rosina, don Bártolo, que representa la imagen peyorativa que se tenía de los abogados en el siglo XVIII como individuos pedantes y estirados. ¿Cuál fue el origen de ese ingrato estereotipo?

El culpable fue Bártolo –ó Bártulo, según se traduzca del italiano– de Sassoferrato; un famoso abogado, profesor y consiliario (asesor) que nació en una familia de agricultores de la comarca de Sassoferrato (Las Marcas, Italia) en 1313 y murió en la ciudad de Perugia, en 1357. En sus 44 años de existencia, aquel niño precoz que empezó a estudiar leyes con tan sólo 14, demostró muy pronto sus extensos y profundos conocimientos jurídicos al comentar gran parte del Corpus Iuris Civilis, contribuyendo a la difusión de la cultura jurídica romana; estableció un sistema para solucionar los frecuentes conflictos entre las ciudades-estado italianas sobre qué norma debían aplicar para resolver sus controversias, algo muy habitual en aquel tiempo; resolvió numerosos pleitos entre particulares y, por orden del emperador Carlos IV, fue uno de los jurisconsultos encargados de redactar la Bula de Oro, el conjunto de reglas por las que decidían los Príncipes Electores quién debía ser el nuevo emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

Como jurista, sus obras ejercieron una gran influencia en el Derecho europeo durante toda la baja Edad Media –la llamada auctoritas Bartoli– especialmente en Portugal y España; aunque, con el tiempo, sus vastos conocimientos le asociaron, irremediablemente, al papel de erudito contra el que arremetieron los humanistas y las nuevas escuelas jurídicas por basarse sólo en los comentarios de las glosas y no en los propios textos legales, fragmentando en particularismos la unidad del Derecho Civil romano. De esta forma, se fue conformando el cliché de don Bártolo como pedante picapleitos.

Curiosamente, el jurista de Sassoferrato también nos aportó –aunque fuera sin quererlo– una locución que aún perdura hoy en día. Se cuenta que cuando Bártolo impartía sus clases de Derecho en las Universidades de Pisa y Perugia siempre llegaba cargado con unos voluminosos apuntes y que, cuando terminaba cada lección, antes de marcharse, los ataba de nuevo con una correa. Desde entonces, todavía decimos que liamos nuestros bártulos.

Florbela (Lobo) Espanca

En 1919, fue la primera mujer que se matriculó en la Universidad de Lisboa para estudiar Derecho. Su vida –breve pero muy intensa– habría sido un magnífico guión para una de esas películas que las televisiones programan en la sobremesa de los fines de semana, pero esta interesante mujer no vino al mundo en California o Chicago sino en la amurallada ciudad de Vila Viçosa (Alentejo, Portugal) el 8 de diciembre de 1894 y su biografía ha pasado de puntillas para el gran público.

A finales del siglo XIX, la criada Antónia Lobo se enamoró de su jefe -casado- e iniciaron una relación que terminó con el nacimiento de Florbela. A pesar de que la inscribieron en el registro sin padre conocido y que Joao Espanca no le dio sus apellidos hasta mucho tiempo después de su trágica muerte; la niña tuvo una infancia feliz incluso cuando murió su madre en 1908 y su padre decidió hacerse cargo de ella, criándola junto a su primera mujer, Mariana; su otro hijo, también ilegítimo, Apeles, y su segunda esposa. En todo momento, las dos madrastras siempre le demostraron mucho cariño y nunca pasó por apuros económicos.

Con tan sólo 9 años, Florbela escribió su primer poema –A Vida e a Morte– e inició una carrera literaria que la convertiría en una de las poetisas más reconocidas de las letras portuguesas y en una gran activista a favor de los Derechos de la mujer. En palabras de quienes han estudiado su obra: Su poesía es un modelo de alarmante brutalismo emocional. Los sentimientos expresados con visceral urgencia en el más crudo realismo. El sufrimiento al desnudo viste, conmueve y asola a quien la lee.

El 8 de diciembre de 1913 se casó por primera vez y, poco después de matricularse en Derecho, perdió el niño que esperaba y comenzó a mostrar síntomas de desequilibrio mental. En 1922 se volvió a casar y, de nuevo, perdió un bebé; se divorció y contrajo terceras nupcias con el médico Mário Lage, en 1925.

La muerte de Apeles, su hermanastro, que se suicidó en 1927 estrellando su hidroavión contra el Tajo, le afectó profundamente. De poco sirvió que estuviera preparando los originales de Charneca en flor; las buenas noticias que le llegaban de la editorial no pudieron contrarrestar el diagnóstico de un edema pulmonar que agravó su neurosis. Al final, en 1930 y después de varios intentos fallidos, otro 8 de diciembre –coincidiendo con su cumpleaños– la poetisa que quiso amar perdidamente; amar sólo por amar consiguió suicidarse ingiriendo dos tubos de somníferos.

Florbela Espanca –apellido que en portugués significa golpear con un bastón– se convirtió en una más de la extensa lista de escritoras que decidieron poner fin a sus vidas: desde la poetisa griega Safo hasta la inglesa Virginia Wolf, pasando por Alfonsina Storni, Marina Tsvetaeva, Anne Gray Harvey, María Polydouri, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik, Mercedes Carranza, Emilia Cornejo…

miércoles, 19 de enero de 2011

El origen del jurado

El origen de que los ciudadanos participen en la administración de la justicia –que no deja de ser el fin último del jurado– se remonta a los tiempos de la Grecia clásica, cuando en función del delito que se enjuiciara podían formarse jurados (dikastai) de hasta 1.500 miembros, elegidos al azar -por medio de un curioso sistema (el cleroterion)- entre los atenienses mayores de 30 años que no tuvieran deudas pendientes con el Estado. Los juicios se celebraban delante de un reloj de agua formado por dos recipientes de terracota (una clepsidra; muy similar a los relojes de arena) y las partes solo podían intervenir durante los aproximadamente seis minutos que tardaba en vaciarse el vaso superior, llenando el inferior. Como entonces las decisiones se tomaban por mayorías, el sistema de los jurados atenienses recibió muchas críticas porque eran fácilmente manipulables.

Roma copió aquel sistema –con sus defectos– y lo utilizó desde la República hasta finales del Imperio. En concreto, entre los siglos II a.C. y II d. C. en la capital del imperio hubo un tribunal llamado Quaestiones perpetuae en el que el juez sólo dirigía el debate, con voz pero sin voto, y la sentencia la dictaba un jurado de ciudadanos.

Fue en la Edad Media cuando Carlomagno utilizó a personas bajo juramento –de ahí que les llamemos jurados– para certificar algunos actos públicos. A partir de entonces, los normandos exportaron esta figura a Gran Bretaña donde el rey Juan sin Tierra reconoció que los nobles fuesen juzgados por sus iguales en su Carta Magna, de 1215. Posteriormente, con la Carta de Derechos de 1688, en Inglaterra se distinguió entre el jurado de acusación o Grand Jury (en cuántas películas habremos oído decir la frase de “lo llevan ante el Gran Jurado”) formado por 24 miembros que valoraban si se abría o no un proceso penal; y, en caso afirmativo, si continuaba la causa contra el acusado, el enjuiciamiento se realizaba ya en un segundo jurado, de calificación o Petit Jury, con 12 miembros. Hoy en día, en Gran Bretaña sólo existe este segundo jurado, pero su modelo anglosajón del siglo XVII fue el que llegó a los Estados Unidos, donde se mantiene –con particularidades específicas en cada uno de sus 50 estados– y es el que resulta tan popular gracias al cine y la literatura (la segunda sección del Art. III de la Constitución estadounidense de 1787 dispone que: Todos los delitos serán juzgados por medio de un jurado excepto en los casos de acusación por responsabilidades oficiales, y el juicio de que se habla tendrá lugar en el Estado en que el delito se haya cometido; pero cuando no se haya cometido dentro de los límites de ningún Estado, el juicio se celebrará en el lugar o lugares que el Congreso haya dispuesto por medio de una ley; de ahí que sean tan habituales los procesos que se juzgan con esta institución).

Mientras tanto, en la Europa continental, había tal profusión de leyes, tan mal ordenadas y obsoletas en tiempos del Antiguo Régimen que –en realidad– los jueces resolvían cada proceso arbitrariamente, siguiendo su propio criterio (que podía ser justo o completamente parcial) en un sistema procesal inquisitivo que se veía agravado porque los jueces eran un grupo muy cerrado integrado por personalidades de la nobleza que se legaban el cargo en herencia de padres a hijos. Con ese precedente es lógico que los revolucionarios franceses no confiaran en la Justicia de unos jueces todopoderosos e implantaran los jurados para que aquéllos se limitaran a ser la boca de la justicia; así se ganó en seguridad jurídica y se establecieron los principios de legalidad e igualdad. Los franceses adaptaron el jurado británico a sus necesidades: prefirieron un jurado único (no doble), elegido por sorteo (no por designación) y que el veredicto se adoptara por mayoría (no por unanimidad). De Francia, el modelo de jurado que surgió de la Revolución, se extendió por toda la Europa continental.

lunes, 17 de enero de 2011

Gaudí y el juicio por La Pedrera

En 1984, la UNESCO incluyó tres obras de Gaudí –el Palacio y el Parque Güell y la Casa Milà– entre los bienes considerados Patrimonio de la Humanidad porque la obra de Antoni Gaudí representa una creatividad excepcional que ha contribuido al desarrollo de la arquitectura de finales del siglo XIX y principios del XX; posteriormente, en 2005, aquella lista se amplió a la cripta de la Colonia Güell, la Sagrada Familia, la Casa Batlló y la Casa Vicens. Hoy en día nadie pone en duda la genialidad de este artista nacido en el Campo de Tarragona –aún se debate si en Reus o en Riudoms– pero, en su época, llegó a ser calificado de revolucionario, atrevido e incluso loco.

A principios del siglo XX, muchos empresarios catalanes que se habían enriquecido con el comercio y la industria textil, se convirtieron en verdaderos mecenas de los artistas, como le ocurrió a Eusebi Güell con Gaudí. El joven arquitecto, famoso por su cuidado aspecto, tipo dandy, empezó a diseñar algunos proyectos para los Güell antes de participar en la Manzana de la discordia, en la confluencia de las calles Consejo de Ciento y Aragón con el Paseo de Gracia, donde se reunió la obra de tres de los mejores arquitectos modernistas de la época: Puig i Cadafalch, que diseñó la Casa Amatller; Doménech i Montaner, autor de la Casa Lleó Morera, y el propio Gaudí.

En 1905, el industrial Josep Batlló confió al arquitecto de los Güell la remodelación de su finca en el Paseo de Gracia, pidiéndole una idea atrevida que Antoni convirtió en la espectacular Casa Batlló. Hasta entonces, nadie había visto nunca un edificio como aquel: una fachada verde azulada, con discos de cerámica a modo de escamas, pequeños balcones y un tejado similar a la espalda de un dragón. El resultado fue tan sorprendente que, a finales de aquel mismo año, otro industrial, Pere Milà –dueño de un solar de 1.000 m² muy cercano, en la esquina del Paseo de Gracia con la calle Provenza– le propuso construir un edificio que, desde el principio, estuvo rodeado de numerosos desencuentros entre el arquitecto y su promotor que acabarían resolviendo en los tribunales.

La Casa Milà –conocida como La Pedrera (cantera, en catalán)es un edificio singular de oficinas, cinco plantas, desván y azotea, construido con bloques de piedra que 12 peones cortaban y pulían a pie de obra e izaban, a continuación, con la que se considera la primera grúa que se utilizó en España.

Las dificultades surgieron primero con el Ayuntamiento –una columna se apoyaba sobre la acera, el edificio sobrepasó la altura permitida, etc.– pero el arquitecto logró resolverlas; algo que no consiguió con el industrial. Gaudí había proyectado para la fachada un grupo de tres esculturas, con la Virgen y dos arcángeles, pero en aquellas fechas se extendió por Barcelona una ola de disturbios –la Semana Trágica de 1909– y Milà se negó a colocar una imagen religiosa en la fachada de su casa por temor a que la muchedumbre la incendiara pensando que era una iglesia y eso, a pesar de que ya se había instalado el complejo sistema para anclar las figuras.

Gaudí, que por aquel entonces ya se dedicaba en cuerpo y alma a la Sagrada Familia, se desentendió del proyecto de La Pedrera hasta que Pere Milà se negó a abonarle sus honorarios y el arquitecto lo denunció. En 1916 y con la ayuda de un intérprete, porque Antoni sólo hablaba en catalán, un tribunal le dio la razón y el industrial se vio obligado a hipotecar su famosa casa nueva para poder entregarle 105.000 pesetas –una fortuna para aquel entonces– que el arquitecto acabó donando al jesuita Ignasi Casanovas para que realizara obras de caridad.

Diez años más tarde, aquel genio que encontró su propio lugar en la religión, murió atropellado por un tranvía. Vestía de forma tan mísera que en el hospital tardaron un par de días en reconocer quién era.

La primera embajada

Aunque muchos pueblos de la antigüedad –desde China hasta el Imperio Romano– emplearon mensajeros con fines que, hoy en día, podríamos calificar de diplomáticos; el desarrollo de ese sutil arte de las relaciones entre Estados se lo debemos a las repúblicas italianas del Renacimiento y, especialmente, a Venecia que durante los siglos XIV y XV tendió una eficaz red de informadores por todo el Mediterráneo.

Sin embargo, quienes establecieron la primera embajada no fueron los venecianos sino los Reyes Católicos. La legación española ante la Santa Sede –abierta en 1482– es la representación diplomática más antigua del mundo. Desde mediados del siglo XVII ocupa el Palazzo di Spagna en uno de los rincones más hermosos y artísticos de toda Roma: La Plaza de España, junto a la escalinata que asciende a la iglesia de la Trinidad del Monte. En su interior, aún se conservan numerosas obras de arte como la escalera de Borromini o diversos bustos de Bernini.

Entre otros privilegios de este importante cargo, el embajador español en el Vaticano es, asimismo, el representante ante la Soberana Orden Militar de Malta y cuenta con el derecho a conocer el nombramiento de los nuevos obispos con quince días de antelación antes de que ya sea vox populi.

jueves, 13 de enero de 2011

San Ivo: el abogado de los pobres

Al pasar por la casa de un hombre rico, un mendigo que se acercó a oler lo que estaban preparando en la cocina, fue descubierto por el dueño de la casona que, sin mediar palabra, lo llevó ante el juez de su localidad y lo denunció por oler su comida. El caso era bastante insólito pero aquel juez tenía fama de justo así que escuchó lo que las partes tenían que decir y dictó su mejor sentencia: condenó al mendigo a depositar sobre el estrado una moneda de oro. Todo lo que tenía. El rico, satisfecho, escuchaba el tintineo de la moneda en la madera cuando el juez añadió: Si he condenado a este hombre por oler tu estofado, tú te conformarás con escuchar la indemnización; y le devolvió su moneda al pobre. Esta curiosa anécdota ocurrió a finales del siglo XIII en Tréguier, una pequeña ciudad de Bretaña, en la actual Francia, que por aquel entonces era un ducado independiente al margen de las continuas luchas entre sus vecinos ingleses y franceses.

En cuanto al juez, se llamaba Yves de Hélori y había nacido el 17 de octubre de 1253 en Kermatin, una aldea cercana al lugar donde años más tarde ejercería la magistratura. Con tan sólo 14 años, sus padres lo enviaron a estudiar a la nueva Institución de Enseñanza Superior de París, fundada por Robert de Sorbon en 1257 (y que, en su honor, era conocida como La Sorbona).

El maître Yves concluyó sus estudios jurídicos en la otra gran universidad francesa de la época, Orleáns, de donde regresó a su tierra para ejercer como juez eclesiástico en Rennes, la capital bretona. Años más tarde, el juez, que ya profesaba la orden de san Francisco de Asís, se trasladó a las proximidades de Tréguier, donde compaginó la magistratura con sus labores de presbítero, ganándose el sobrenombre de abogado de los pobres por defenderlos de forma gratuita. Renunció a su cargo de oficial y se dedicó exclusivamente a defender a los pobres y a predicar el Evangelio hasta su muerte el 19 de mayo de 1303 en Louannec. Tras un larguísimo proceso de canonización y en plena guerra de los cien años, Clemente VI lo canonizó el 19 de mayo de 1347 en Aviñón.

Actualmente, san Ivo es el patrón de los juristas de media Europa, Canadá y Estados Unidos. En España –con la excepción del Colegio de Abogados de Zaragoza (el único que además de ser Ilustre, es Real)– nuestra abogacía prefirió a un santo de la tierra, san Raimundo de Peñafort, festejándolo cada 7 de enero.

miércoles, 12 de enero de 2011

Los presidentes repitentes

En España, desde que se celebraron las primeras elecciones democráticas –el 15 de junio de 1977– hemos tenido seis Presidentes del Gobierno: Adolfo Suárez (1976/1981), Leopoldo Calvo Sotelo (1981/1982), Felipe González (1982/1996), José María Aznar (1996/2004), José Luis Rodríguez Zapatero (2004/2011) y Mariano Rajoy (2011/actualidad). Excepto Calvo Sotelo y el actual Jefe de Gobierno, los demás llegaron a ser reelegidos para dos e incluso tres mandatos (caso de Felipe González) porque en España no existe ningún límite para que un Jefe de Gobierno pueda volver a presentarse a la reelección (algo habitual en nuestro entorno europeo; recordemos los largos gobiernos de Margaret Thatcher, François Miterrand, Silvio Berlusconi o Helmut Kohl al frente del Reino Unido, Francia, Italia o Alemania, respectivamente); sin embargo, este principio se ha convertido en un verdadero asunto de Estado y en un quebradero de cabeza político para muchos países, especialmente, en Iberoamérica.

Aún tenemos muy reciente la situación del ex presidente colombiano, Álvaro Uribe. La Constitución Política de Colombia, de 1991, es muy clara a este respecto: Nadie podrá ser elegido para ocupar la Presidencia de la República por más de dos periodos (Art. 197). Uribe quiso convocar un referéndum para modificar este apartado de su Carta Magna, y poder optar a un tercer mandato, pero la Corte Constitucional de su país le denegó esta posibilidad. Por un lado, esta decisión dice mucho de la capacidad del tribunal colombiano –uno de sus magistrados afirmó que No se trata de meras irregularidades formales, sino de violaciones sustanciales al principio democrático– y, por otro, es gratificante que en Iberoamérica haya algún país donde sí que exista una perfecta delimitación entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial para no romper, como dicen por allá, el balance de poderes.

El problema es que ese deseo de perpetuarse en la Jefatura del Gobierno –con la habitual excusa de no haber tenido tiempo suficiente para desarrollar todo su programa político y de reformas– es demasiado habitual entre los regímenes más populistas de Sudamérica que no dudan en reformar las Constituciones que se opongan a sus deseos: el Presidente de Venezuela, Hugo Chávez fue –sin duda– el mejor exponente de esta tendencia, pero no ha sido el único tentado por el poder: Alberto Fujimori, en Perú; Fernando Cardoso, en Brasil; Carlos Menem, en Argentina; Rafael Correa, en Ecuador; o Evo Morales, en Bolivia, son buenos ejemplos de este planteamiento en el que la silla presidencial recuerda demasiado a un trono absolutista. Ya lo dijo Simón Bolívar a principios del siglo XIX, si el que está en el poder se acostumbra a mandar, el pueblo se acostumbra a obedecerlo. Al otro lado del Atlántico, a esta clase de políticos se les llama repitentes y, con su afán de perpetuarse en el cargo, a costa de modificar las leyes o la propia Carta Magna, hacen bueno el comentario del obispo nicaragüense, Monseñor Mata, cuando dijo que la triste realidad es que para los gobernantes, la Constitución es papel higiénico.

En el extremo contrario, afortunadamente, también encontramos algunos ejemplos de constituciones al estilo colombiano donde se aplica el principio de no reelección (al menos, inmediata): Guatemala (Art. 184), México (Art. 83) o Perú (Art. 112).

lunes, 10 de enero de 2011

¿Cuántas jurisdicciones existen?

El poder que tienen los jueces y tribunales para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado se denomina jurisdicción; esa fuerza, se ejerce en toda España –es única–pero para que la puedan llevar a cabo correctamente, todos los asuntos que llegan a los juzgados y tribunales se van agrupando por materias, por mera organización, en cuatro grandes jurisdicciones ordinarias y una especial. las primeras son: 1) Jurisdicción penal: incluye todos los delitos del ámbito criminal (homicidios, robos, narcotráfico, terrorismo, etc.) y representa casi el 75% de los asuntos que ingresan en los tribunales españoles; 2) Jurisdicción civil: afecta a los asuntos civiles (nacionalidad, domicilio, propiedad, hipotecas, etc.) y a cuestiones relativas a familia, tráfico y derecho mercantil (compraventa, comercio, consumo, etc.); 3) Jurisdicción contencioso-administrativa: se refiere a los conflictos en los que interviene cualquier administración pública (sea local, autonómica o nacional); y 4) Jurisdicción social: abarca los conflictos laborales (trabajo) y de la Seguridad Social.

Por lo que se refiere a la jurisdicción especial es la castrense que se menciona en la Constitución –Art. 117.5 CE– limitándose al ámbito de los delitos militares aunque podría llegar a aplicarse a la sociedad civil en caso de que se declarara el estado de sitio (Art. 116 CE), no el de alarma (como se ha dicho con el tema de los controladores aéreos).

Junto a esas cinco jurisdicciones, gracias a los acuerdos firmados entre España y la Santa Sede (concordato), se reconocen efectos civiles a las resoluciones de los tribunales eclesiásticos (cuando, por ejemplo, el Tribunal de la Rota declara la nulidad de un matrimonio celebrado por la iglesia, se puede acudir a un juzgado de primera instancia para solicitar al juez que esa resolución también tenga efectos civiles). Es la jurisdicción eclesiástica (o canónica) que juzga los delitos eclesiásticos.

No debemos olvidar que esta organización por jurisdicciones es la que existe, hoy en día, en España pero no ocurre lo mismo en otros países: en Portugal, la organização judiciária se estructura tan sólo entorno a dos únicas jurisdicciones: civil (civil, penal, familia, menores, trabajo, comercio, etc.) y administrativa (fiscal y contencioso-administrativa); de igual forma, tienen también dos jurisdicciones en Francia (judicial y administrativa) e Italia [ordinaria (civil y penal) y especial (administrativa, militar y Tribunal de Cuentas)]. En el extremo contrario, Alemania tiene cinco jurisdicciones: ordinaria (civil y penal), laboral, contencioso-administrativa, económico-administrativa y social. Y, por mencionar un ejemplo iberoamericano, en Colombia, la estructura de la rama judicial se organiza en cuatro grandes jurisdicciones: ordinaria (civil, laboral, penal, agraria, familia y ejecución de penas), contencioso administrativo, constitucional y especiales (jurisdicción indígena).

NB: Durante la dictadura del general Franco, en España llegamos a contar con veinticinco jurisdicciones especiales; por ejemplo, una juzgaba tan solo los delitos de masonería y comunismo.

domingo, 9 de enero de 2011

Las ONG tienen códigos de conducta

En julio de 1997, un grupo de ONG dedicadas a la asistencia humanitaria, la Cruz Roja y su homóloga en los países musulmanes –la Media Luna Roja– pusieron en marcha el Proyecto Esfera (Sphere Project) basándose en dos ideas primordiales: que deben tomarse todas las medidas posibles para aliviar el sufrimiento humano producido por calamidades y conflictos; y que las personas afectadas por un desastre tienen derecho a vivir con dignidad y, por lo tanto, tienen derecho a recibir asistencia humanitariaTres años más tarde, el proyecto se concretó con la publicación de la Carta Humanitaria –una declaración general de principios basada en las disposiciones de Derecho Internacional Humanitario, la normativa sobre Derechos Humanos y los Derechos de los Refugiados así como en los propios códigos de conducta de la Cruz Roja y de las ONG que lo pusieron en marcha– y unas normas mínimas universales para asistir en los desastres relacionados con cinco áreas básicas: abastecimiento de agua y saneamiento, nutrición, ayuda alimentaria, refugios y servicios de salud.

Esta acción humanitaria se rige por tres grandes principios centrales:
· El derecho a vivir con dignidad (derecho a la vida, a un nivel de vida decoroso y a la protección contra las penas o los tratos crueles, inhumanos o degradantes),
· La distinción entre combatientes y no combatientes y, por último,
· El principio de no devolución por el que ningún refugiado puede ser devuelto a un país donde pueda estar en peligro su vida –o su libertad– por motivo de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas o si hay razones fundadas para creer que podría correr peligro de ser torturado.


A continuación, el proyecto establece unas normas mínimas (desde involucrar a la población afectada hasta mejorar las prácticas, para rendir cuentas de cada programa de asistencia, o qué hacer cuando las autoridades competentes no pueden –o no quieren– proteger a la población que vive en su territorio); cada una de estas normas contiene, a su vez, unos niveles mínimos que se deben alcanzar, unos indicadores –para comprobar si se han cumplido aquellos niveles– y unas notas de orientación para aplicar en distintas situaciones.

Pero este no es el único código de conducta de las oenegés. El 6 de junio de 2006, los responsables de once de las más importantes organizaciones sin ánimo de lucro internacionales (ONGI), dedicadas a la defensa de los Derechos Humanos, el desarrollo sostenible y la ayuda humanitaria –como Amnistía Internacional, Greenpeace, Oxfam o Survival– suscribieron en Londres el Estatuto de Responsabilidad (Accountability Charter); un texto que complementa –y completa– la legislación existente sobre esta materia.


En su prólogo, las ONGI basan su derecho de actuación en los conceptos, internacionalmente reconocidos de la libertad de expresión, reunión y asociación –plasmada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos– contribuyendo, de esta manera, al fomento de procesos democráticos y de los valores que nosotras pretendemos promover. A continuación, el Estatuto establece cuáles son sus criterios directrices: El respeto de los principios universales (la igualdad de derechos y la dignidad de todos los seres humanos), independencia (política y financiera), la defensa responsable de sus intereses, no discriminación, transparencia, buen gobierno y recaudación ética de fondos.

viernes, 7 de enero de 2011

¿Es lo mismo un referéndum que un plebiscito?

Siempre he sentido una sana envidia por todos aquellos países en los que, alguna vez, se consulta la opinión del pueblo sobre una determinada decisión; por ejemplo, en Portugal se preguntó a sus ciudadanos si debía despenalizarse el aborto; los islandeses decidieron en referéndum si indemnizaban a los ahorradores británicos y holandeses por la quiebra de sus sistema bancario; los groenlandeses votaron separarse de Dinamarca; y los suizos –y este caso increíble fue real– decidieron que los perros y las vacas no tenían derecho a la asistencia de un abogado (7 de marzo de 2010), aunque la iniciativa estaba avalada por casi 150.000 firmas. En sentido estricto, la Constitución española de 1978 sólo habla de referéndum (Art. 92 CE), no de plebiscito; partiendo de esa base, ¿se podría decir que ambas consultas populares son términos sinónimos? Aunque son muy parecidos, lo cierto es que existe un pequeño matiz que los diferencia:
  • Plebiscito: cuando en 2004, el Gobierno de La Paz preguntó a los bolivianos si nacionalizaba el control de los yacimientos explotados por empresas privadas o los dejaba en sus manos; les planteó cuál era su opinión para decidir según el criterio mayoritario del pueblo. Eso es un plebiscito y su origen histórico se remonta a la antigua Roma donde el tribuno preguntaba a la plebe; de donde procede su denominación.
  • Referéndum: en 2005, el Gobierno español convocó a los ciudadanos a las urnas para ratificar el Tratado por el que se establecía una Constitución para Europa, pronunciándonos sobre un texto legal, para que fuese –o no– ratificado. Su origen se remonta al siglo XVI en Suiza, aunque el actual concepto de referéndum se lo debemos a los revolucionarios franceses del XVIII.
Es decir, en el plebiscito, el Gobierno quiere saber la opinión del pueblo para tomar una decisión u otra; mientras que en el referéndum, se pide a los electores que ratifiquen o no una determinada resolución.

En España, desde el 6 de diciembre de 1978 cuando se sometió a referéndum de la nación la nueva Carta Magna, sólo hemos tenido ocasión de pronunciarnos en otros dos referendos de ámbito nacional y, en ambos casos, ganó el sí: nos mantuvimos en la OTAN [Referéndum sobre la permanencia española celebrado el 12 de marzo de 1986: ¿Considera conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica en los términos acordados por el Gobierno de la nación? (Real Decreto 214/1986, de 24 de febrero)] y aprobamos un texto que no valió para nada [Referéndum celebrado el 20 de febrero de 2005: ¿Aprueba usted el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa? (Real Decreto 5/2005, de 14 de enero)].

miércoles, 5 de enero de 2011

¿Cuántas formas de Estado existen?

La pregunta es más sencilla de lo que parece. La forma de Estado se refiere a cómo se organiza un país. Desde un punto de vista territorial, es el modo en el que se distribuye el poder. Podemos hablar de tres grandes modelos: Estados unitarios (ya sean centralizados o descentralizados), federales y confederales. Los vemos, uno a uno:

a) Estados unitarios: es la estructura más sencilla y tradicional de organizar el poder político. Existe un único Estado pero su organización territorial se puede descentralizar en otras administraciones (como sucede en España con las Comunidades Autónomas) o centralizar (concentrando el poder, generalmente, en la capital; casos de Portugal o Francia). La soberanía reside sólo en el propio Estado y no en sus divisiones administrativas; es decir, la soberanía nacional la tiene España, no la Región de Murcia ni el Ayuntamiento de Mérida, que sí que tienen autonomía, pero no soberanía. Al respecto, el profesor de la Université de Pau, Olivier Lecucq, afirma que cuando consultamos en los manuales de Derecho Constitucional la clasificación de las diferentes formas de organización territorial del estado, siempre se presenta a Francia como ilustración tópica del estado unitario. Como saben (...) el Estado unitario es aquel en el cual sólo las autoridades centrales disponen del poder general de decisión, constitucional, legislativo y reglamentario, sobre el conjunto del territorio nacional. Indiscutiblemente, esta lógica unitaria es una de las características principales del ejercicio del poder en Francia [1].

b) Estados federales: la Constitución del Estado Federal reconoce expresamente esta estructura, distribuye las competencias entre la Federación y los Estados que la integran y sus relaciones así como el organismo que resolverá los conflictos (generalmente, el Tribunal Constitucional). A la Federación se llega de dos modos: cuando varios países independientes deciden federarse en otro común (EE.UU. o Suiza) o cuando un estado que ya existía decide federalizarse (Bélgica o México). Una cuestión muy importante es que los estados que se federan no tienen derecho a la secesión (no pueden independizarse por decisión unilateral) ni dejar de aplicar las leyes dictadas por organismos federales (no tienen derecho a la nulificación). La Constitución federal es una norma de derecho interno, no internacional. Para el profesor Arroyo Gil, en un Estado territorial y políticamente descentralizado, que no otra cosa es el Estado federal, el territorio, aun siendo único, se encuentra dividido a efectos organizativos, de modo que el poder público es ejercido dentro de cada una de esas partes territoriales y sobre las personas que residen en ellas no solo por los órganos centrales, sino también por órganos propios de los Estados miembros integrantes de ese Estado compuesto. Esa división territorial del poder se traduce, fundamentalmente, en un reparto y delimitación de competencias sobre materias y, en su caso, funciones, entre todas las partes integrantes del Estado global: Estado central (o Federación) y Estados miembros (o Länder, cantones, provincias, etc.) [2].

c) Estados confederales o confederados: la Constitución que une a esos estados es un Tratado Internacional. Cada Estado puede romper con la Federación unilateralmente o inaplicar las normas que no le convengan (nulificación). Es una forma de estado que se ha dado en muy pocos casos y, generalmente, no ha funcionado bien: en el siglo XIX tenemos a la Confederación de Perú y Bolivia, la Confederación Argentina y los Estados Confederados de América que lucharon contra los yanquis en la Guerra de Secesión; y, en el siglo XX, se intentó con la CEI (Confederación de Estados Independientes que trató de unir a Rusia con las antiguas repúblicas ex soviéticas) y la Confederación de Senegambia. Por último, el Sacro Imperio Romano Germánico también fue una confederación de principados y ciudades libres unidas bajo el sacro romano emperador [3].

Citas: [1] LECUCQ, O. "El Estado unitario: el ejemplo francés". En MATÍA PORTILLA, F. J. (Dtor.) Pluralidad territorial, nuevos derechos y garantías. Granada: Comares, 2012, p. 4. [2] ARROYO GIL, A. "Territorio, poder y participación en el Estado federal. Reflexiones para un debate". En ob. cit, p. 26. [3] STEIN, P. G. El Derecho romano en la historia de Europa. Madrid: Siglo XXI, 2001, pp. 124 y 125.
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